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Fueron 45 segundos. Sólo 45 segundos. Eternos 45 segundos. Estamos a domingo. No, no un domingo cualquiera. Es el domingo de la Ryder Cup. DOMINGO. Así, con mayúsculas, cuando hablamos de golf. Estamos en Hazeltine, un extraordinario recorrido situado en Chaska, Minnesota. Se juegan los individuales de la Ryder Cup.

La batalla entre Rory McIlroy y Patrick Reed, emparejados en el primer duelo del día, está siendo majestuosa. Es un Ali contra Frazier. Un Senna contra Prost. Jordan contra Magic. Kasparov contra Karpov. Es un combate legendario. Birdie contra birdie. Eagle contra eagle. Son dos boxeadores intercambiando ganchos a pecho descubierto. Llegan al hoyo 10 empatados. Rory ha hecho ya cinco birdies y Reed cuenta con tres birdies y un eagle. Y aún quedaba lo mejor…

Los dos jugadores se meten en problemas en el 10 y afrontan dos putts más que comprometidos para salvar el par. El de McIlroy es monstruoso. Tendrá unos quince metros. El de Reed tendrá unos ocho. Putts que normalmente no se meten. Pero este partido tenía muy poquito de normal. El suelo comenzó a temblar.

Rory embocó su putt y desencadenó una celebración excepcional. Sacó hacia afuera toda la rabia contenida, toda la tensión. “No os oigo, no os oigo”, gritaba al ruidoso y en demasiadas ocasiones maleducado público norteamericano mientras se llevaba las manos a las orejas. Los seguidores eran conscientes de que estaban asistiendo a un momento extraordinario y había mucho ruido, jaleo, una amalgama informe de aplausos, vítores y silbidos.

Como si alguien hubiera apretado un interruptor, rápidamente se hace el silencio. Un silencio sepulcral que se podía cortar en el aire. Era el turno de Reed. También lo mete. Éxtasis. El norteamericano estira su brazo, señala a Rory, levanta su dedo índice y lo mueve a derecha e izquierda mientras le dice: “No en mi casa, no en mi casa”. Es un instante fabuloso. Historia viva del deporte que acaba en el segundo 45, cuando Rory y Patrick chocan sus puños justo antes de salir del green. Deporte. Competición. Rivalidad. Emoción. Respeto.

Podríamos hablar también de la victoria de Danny Willett en el Masters de Augusta (al fin ganaba otra vez un inglés), o la de Dustin Johnson en el US Open (ya le tocaba), incluso la de Stenson en el British (primer sueco que gana un grande). Qué decir del triunfo de Jimmy Walker en el PGA Championship (un ilustre veterano) o, por supuesto, la medalla de oro de Justin Rose en el regreso del golf a los Juegos Olímpicos más de cien años después. Todo está muy bien. Pero nada podrá resumir mejor la esencia del golf que esos 45 segundos mágicos de Hazeltine. Valen por un año, por una vida.